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Daniel Guerrero | La Vox de su amo

La ultraderecha, con cualquiera de sus caretas, no puede disimular sus genes fascistas tanto en su ideario como en su liderazgo. Tiende, tarde o temprano, al autoritarismo indiscutible de su máximo dirigente, considerado prácticamente como un caudillo no solo ideológico sino también orgánico. Y con derecho a exigir a sus acólitos una fidelidad ciega, cuasi religiosa.


Es imposible conocer a ninguna formación ultraderechista sin que de manera inmediata la identifiquemos con su líder carismático, al que es imposible ignorar. Es más, tenemos noticia de tales grupos o partidos porque conocemos sus dirigentes y lo que proponen, incluso hasta los argumentos falaces, por simplistas, que propagan como solución a todos los males de nuestras sociedades.

El ideario de estas formaciones radicales de derecha es aquel que sus máximos dirigentes han expresado desde cualquier tribuna que se ha puesto a tiro. La ultraderecha es reconocida por la imagen de su careta en cada lugar. Los republicanos más ultraconservadores exhiben la efigie de Trump, quien está decidido regresar a la Casa Blanca para vengar la derrota anterior, jamás reconocida por él y, por seguidismo irracional, los suyos.

La Liga del Norte italiana adopta el perfil de Salvini y Fratelli d´Italia, el de Meloni, juntos en el Gobierno con la Liga del Norte de Berlusconi, recién fallecido. Viktor Orban aglutina a los ultras de Hungría, renuentes a Europa y a la separación de poderes. La ultraderecha polaca, que se enmascara tras las siglas de Ley y Justicia (¡Qué bonito si fuera verdad!), habla por boca de su líder Morawieckir de limpiar su país de LGTBI y de erradicar el aborto.

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En Francia, la ultraderecha tiene semblante de mujer, Marine Le Pen, hija del fundador de Agrupación Nacional, antes Frente Nacional, que dirige por herencia. Y en España, por no hacer demasiado extensa esta relación, el ultranacionalismo neofascista está pastoreado por Santiago Abascal, un personaje cuyo único mérito político y laboral es haber sido durante toda su vida exmilitante del Partido Popular hasta que, junto a otros exmiembros de dicho partido, fundaron esa rama escindida del conservadurismo patrio que bautizaron con el nombre de Vox.

Y de Vox se sabe eso: que lo lidera Abascal sin saber por qué ni cómo. Sabemos del partido lo que sabemos de Abascal. Que está en contra del Estado de las Autonomías, que criminaliza la emigración, a la que acusa de la mayoría de los delitos que se cometen en España y de “robar” el trabajo a los españoles.

También que despotrica del feminismo, al que tacha de ideología feminazi, de los derechos de los homosexuales y LGTBI y que niega la violencia machista porque, según él, los asesinos son tantos hombres como mujeres en lo que describe con el eufemismo de violencia intrafamiliar.

Su partido, como buen partido ultra, lucha “contra la corrección política asfixiante”, defiende la propiedad privada (¡faltaría más!) y un Estado cada vez más delgado que no otorgue “paguitas” a los parados, a los desfavorecidos u orillados social y económicamente.

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Flaco para los pobres, pero, en cambio, generoso a la hora de subvencionar las corridas de toros y a la iglesia, católica por supuesto. Y para rebajar impuestos a los ricos. Se proclama, en fin, defensor de España, la familia y la vida, pero no acepta otras ideas de España, familia y vida tan legítimas como la suya, aunque distintas.

No esconde su odio visceral al comunismo y los independentistas. De buena gana, si gobernara, prohibiría que esas opciones ideológicas pudieran constituirse en partidos políticos, declarándolos ilegales. Y por eso, no admite un gobierno socialista, aunque haya sido elegido e investido por el Congreso de los Diputados, como establece la democracia de nuestro país y la Constitución.

No ve en ello contradicción alguna con declararse constitucionalista, junto al tronco del que brota y parasita, el PP, creyendo que ambos son los únicos cualificados, aunque la incumplan con su ideario –Vox- o sus bloqueos –PP, que impide renovar el CGPJ- para expender certificados de constitucionalidad al resto de formaciones políticas del arco parlamentario.

En cualquier caso, la ultraderecha española no es un fenómeno nuevo o moderno, como otros populismos. Tiene sus raíces y un claro linaje. La historia reciente fija sus orígenes en el franquismo, la dictadura militar apoyada por los más rancios epígonos de la Falange y de los ultraconservadores fanáticos, bendecidos por el nacionalcatolicismo –católico, por supuesto-, los latifundistas y monopolistas y los uniformados que traicionaron la legalidad republicana.

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La vieja Falange Española y de la Jons, partido fascista, se visualizaba con la figura de su presidente, José Antonio Primo de Rivera. Y el franquismo, como movimiento, derivaba de la del general golpista que le dio nombre, Francisco Franco, dictador por la gracia de Dios.

Los ultras más recalcitrantes de aquel franquismo se ahuecaron bajo las alas de Blas Piñar, fundador de Fuerza Nueva, contrario a la democracia y las libertades. Y todos ellos, muerto el dictador y restaurada la democracia, buscaron cobijo en Alianza Popular, el partido fundado durante la Transición por antiguos jerarcas del franquismo, como su líder Manuel Fraga y sus “siete magníficos”.

Con esos mimbres está tejido Vox, el actual partido de Santiago Abascal. En un resumen apresurado, se puede decir que aquella Alianza Popular mutó a Partido Popular, dirigido por José María Aznar “sin tutelas ni tutías”, que lo aupó al poder durante ocho años imponiendo una dura economía neoliberal.

Aznar nombraría sucesor a Mariano Rajoy, que lo heredó en el poder y, a causa de la corrupción interna, lo dejó en la oposición al perder una moción de censura. Tras un experimento insólito, Pablo Casado, elegido en las únicas primarias celebradas en el partido, tomaría las riendas hasta que fue defenestrado por una baronesa autonómica, con más colmillos y menos escrúpulos que él, y obligaría a sustituirlo por Alberto Feijóo, otro barón regional, esta vez por Galicia, donde solía consolidar liderazgo por mayorías absolutas.

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El caso es que Santiago Abascal abandonaría el Partido Popular en 2014 para fundar Vox, junto a Alejo Vidal-Quadras y otros exdirigentes populares. Desde entonces continúa controlando su partido con mano dura e inevitables tics autoritarios hacia posiciones cada vez más radicales de extrema derecha.

Ejerce un hiperliderazgo personalista que emula el caudillismo cesarista (valga la redundancia) que no consiente disenso interno alguno. Pero no hace más que exportar a nuestro país una versión del neofascismo que Trump representa en Estados Unidos y que irradia al mundo, gracias a la mano invisible de Steve Bannon, el principal ideólogo y estratega que posibilitó su llegada a la Casa Blanca.

Según Chomsky, la extrema derecha europea y Trump están ligados enormemente, pues se siente identificada con sus modos y maneras. El ejemplo norteamericano es seguido por las demás formaciones ultras en sus campañas, basadas en un populismo ramplón, el racismo visceral y un enaltecimiento del nacionalismo identitario, junto a el antiabortismo, el antifeminismo y el abuso de las fake news o de burdas mentiras que explayan sin complejos. Es decir, su acción se basa en lo que Umberto Eco describió como “totalitarismo confuso” del fascismo moderno: el culto a la tradición, el miedo a la diferencia, el populismo y el machismo.

Y cierta dosis de suerte, junto a desmemoria ciudadana y oportunismo político. Abascal manejaría su grupo en la irrelevancia si Trump no hubiera accedido a la presidencia de EE.UU., impulsando una oleada ultraderechista por el planeta, y si, en 2018, el PP de Andalucía no hubiera otorgado a Vox el privilegio de ser socio parlamentario del gobierno.

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Era la primera vez que la ultraderecha era blanqueada en España, único país de Europa donde permanecía fuera de las instituciones del poder. Y desde entonces, no ha hecho más que aumentar su influencia gracias a la dependencia del PP de sus votos y apoyo. Tanto que su líder, ya de por sí autoritario, no hace más que asegurarse un liderazgo intocable purgando cualquier crítica y todo crítico en su formación.

La larga y silenciada lista de defenestrados empieza por el cofundador Vidal-Quadras y termina, por ahora, con Macarena Olona, tras su fracaso en las elecciones andaluzas de 2022, e Iván Espinosa de los Monteros, que dio portazo argumentando “motivos familiares”.

Expulsiones y abandonos que se suceden en un goteo continuo que Abascal considera pura ciencia ficción de los medios de comunicación, a pesar de que su grupo parlamentario haya desaparecido en Baleares, donde cinco de sus siete diputados han echado a los otros dos, mientras la dirección de Abascal ordenaba expulsar a esos cinco que no se plegaban a sus dictados. Y es que en Vox sólo se escucha la voz de su amo.

No es extraño, pues, que Abascal, como buen caudillo, sólo pueda ser “elegido” por aclamación, como sucedió en la última asamblea, celebrada el pasado 27 de enero, en la que renovó su cargo sin la existencia de candidaturas rivales y sin votación de la militancia.

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Para ello procuró que una Asamblea General Extraordinaria, que él mismo convocó por sorpresa después de las vacaciones de Navidad, se desarrollara como mero trámite, cuya duración no sobrepasó los 15 minutos, y en la que estaba vetada la prensa que considera incómoda o de izquierdas.

Nada de preguntas, nada de votaciones, nada de crítica ni de críticos. Los procedimientos internos democráticos en Vox son tan extraños como la contabilidad transparente de sus cuentas. Así es ese partido nuestro de extrema derecha: la Vox de su amo.

DANIEL GUERRERO

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