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HG Manuel | La fotografía (XXXIII)


La tienda, según las señas que me había dado, ocupaba los bajos de un estrecho edificio modernista de color verde lima, apretado entre dos jóvenes adefesios de construcción banal. Este desgraciado choque, su contraste, sintetizó de pronto en una frase el zumo ocurrente de sensaciones y lecturas: «Es la globalización, el efecto invernadero, la flotante nadería que todo lo asfixia». Me desquité admirando los balcones, redondeados y en forma de concha: ofrecían manojos de flores grises, de bello aspecto mortuorio, en las barandillas abombadas; y los vidriados azulejos, las curvadas nervaduras en los dinteles, los floripondios de estuco. La presencia alimonada, inaudita, en la antigua, retorcida y sombrosa calle: un relente húmedo de orines de gato vagaba desconsolado por sus aceras, provocaba añoranza del respeto a la belleza y dolor por el destrozo irremediable. Deprimía –me hacía eco de las palabras de don Mariano– lo que aquellas fachadas, con rosario de pequeños negocios cerrados, gritaban.

La puerta de la mercería (no «corsetería»), con una graciosa doble curva sobre la cenefa de vidrios floreados, quedaba tímidamente a un lado del pulcro muestrario del escaparate; presentaba un vistoso tirador que adornaba su altura al descender en forma de rizado pañuelo de color amarillo pálido (en algún tramo el desgaste mostraba el brillo del metal). La empujé con suavidad, sin chirrido, y sonó una campanita.

Me presenté a la mujer alta, de buen porte, que alzó la cabeza, la barbilla imperiosa, y se amohinó: entraba un despistado; leía una revista, rosa, de moda o lo que fuera, sobre los muestrarios de botones, broches, fornituras y la multitud de distintos objetos que se había cobijado como una colorida bandada de mariposas bajo el cristal del mostrador exhibidor, ancho y de madera obscura. Tras ella se alzaba la alegría de un no menos multicolor surtido de lanas, hilos y pasamanería distribuidos en cajas numeradas, cajoncitos y estantes venerables. Nombré a Castilla y expliqué sin detalle el motivo de mi visita. Hubo sorpresa, intento de despido, duda, reconsideración y, por último, interesada acogida: todo el repertorio ofrecido en unos segundos de mirada intensa con doble destello castaño dorado.

La actriz, media melena a juego con el de sus ojos gatunos, mediana edad cercana al olvido, gesto medido, significante, abandonó renuente la lectura y el mostrador, dio con llave y me condujo a la trastienda.

–Si alguien viene, llamará.

Un cuadro al óleo de la protagonista: belleza morena colocada, no ambientada, ante un horizonte azulado con resplandor que esmorece, ojos soñadores, nada absortos, muy vivos, perfil nacarado y melena azabache recogida en moño bajo que realza la esbelta desnudez del cuello, largos pendientes de engarzadas lágrimas turquesa, aguamarina y rubí sobre la fina sombra en tono oliva de los de hombros…

–Soy yo –interrumpió mi atención la voz malhumorada–. Con veinte años.

Desvié la mirada y di con el original: ella, la verdadera, la que aguarda molesta algo trivial: el resultado de mi instantáneo viaje entre dos fechas, la comparación inclemente; pero mi expresión no le dijo que el lozano poder en la muchacha del cuadro era la decepción imperiosa en la mujer de la tienda, que «el todo por hacer» de los «veinte años» ahora quedaba en el «está hecho» de los cincuenta y muchos.

Quizá opuse insolencia a su aparente antipatía, pero seguí curioseando. Algunas fotografías en marcos de plata y de madera distribuidas por muebles y paredes; dos silloncitos de terciopelo verde, sobre uno de ellos una suave colcha de mohair que la actriz se apresuró a recoger, doblar y depositar sobre el respaldo; un busto femenino de cerámica con flores de girasol, el caracol de una escalera que ascendía hasta un atiborrado altillo y descendía hasta la luz de un sótano, una agobiada mesa escritorio decorada con hojas y palmas de marquetería que habían perdido el dorado, amén de cajas y cachivaches, se disputaban el escaso espacio; se respiraba a otoño encerrado sin remedio, a perfume de anisette y tristeza de regaliz, mientras desenvolvía un rencor minucioso bellamente guardado en papel seda. Todo esto recibieron mi olfato, mi tacto, mi vista.

–¡Siéntese! –me ordenó para ofrecer, con patente disgusto, el otro silloncito. Aguardé a que ella lo hiciera.

Abrió un bolsito de piel que cogió de la mesa y sostenía sobre el regazo, sacó un blíster y extrajo una pastilla que se llevó a la boca; el labio inferior, levemente distendido al hablar, descubría dientes blancos parejos y menudos.

–Si la conversación es larga, se me cansa la voz –explicó–. Antes de salir a escena chupaba limón, se me secaba la boca, es distinto, claro. Entonces… ¿usted me dice que Él ha desaparecido?

–Sí.

–¿Pero así, sin más ni más? –insistía, incrédula.

–Eso perece.

–¡Pero ese hombre está loco! –exclamó, resonaba el desdén; su uña nacarada enredaba la cadeneta del tapete sobre el brazo del silloncito–. ¿Cómo se le ocurre? –le preguntó a alguien ausente–. ¿No será que usted no ha ido a su casa? –me preguntó–. Porque él está excedente. ¿No se lo han dicho?

–Me lo han dicho –respondí, sin entrar en detalles.

–¿Entonces? Usted es detective –me lo dijo muy seria.

Asentí: lo era.

–Y si usted ha ido a su casa y él, casualidad, ha salido, ¿cómo sabe…? –se frotó los brazos–. ¿No se le ha ocurrido que si usted vuelve, por ejemplo, a la hora de cenar, él acostumbra a cenar en casa, tan aburrido como es, le cuesta salir, no le quepa la menor duda, lo sé muy bien, lo encontrará allí? ¿Ha probado?

–No.

–¿Lo ve? –dio una palmadita: solucionado–. ¿Por qué no se marcha y prueba esta noche?

–Ha sido un largo viaje –argumenté, con reminiscencia teatral o peliculera.

–Ya, ya –me observó como si estuviera majareta–. Usted está aquí, claro –constataba la obviedad–. En fin, si no queda más remedio… –comenzaba su lento palmoteo al lomo del silloncito–. Y dice que ha hablado con sus amigos y ellos le han dicho… –palmoteo, palmoteo.

–Sí, han sido ellos –los culpé.

HG MANUEL

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