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HG Manuel | La fotografía (XXX)


–El Tiralíneas se comportó indignamente con un crío indefenso –se malhumoró don Mariano.

–Aparentemente. Olvidas el contexto, su llaneza con nosotros –justificaba el arquitecto, mientras se retiraba de la boca un resto de lo mascado–. Se burló, cierto; lo aguijaba para que su defecto…

–No era un defecto –corrigió don Fernán.

–Pues el efecto… su desgracia. Y lo aprobó, con buena nota, para que mantuviera la beca…

–¿Tenía beca? –se extrañó don Mariano.

–…No era mala persona, todo lo contrario; mantuve la amistad con él, siempre me dio buenos consejos. Puede que sea como dices, si con eso del alma te referías a las letras –le decía a Alatorre–, pero ni idea que haya escrito nada, aparte de aquellos dos libritos que le publicó la Balmis.

–De los que no quiere ni oír hablar –aseveró el señor Alatorre.

–¡Bah!, una forma de impostura, yo no me lo creo. Me parece que alguna vez os dije –ahora doblaba la servilleta don Hugo con mucho esmero y el desperdicio dentro– que se presentó en mi estudio. Me pedía presupuesto, quería construir una casa en el trozo de terreno que le habían legado sus padres. Esto ocurrió al poco de que ellos murieran. No pude atenderle, pasaba por una época de mucho trabajo…

–Era el desarrollo, uno de tantos desarrollos, otro desarrollo, siempre el desarrollo –ironizó don Mariano.

–¡Por qué simplificas lo complejo de ese modo tan simplón! –se exasperó don Hugo, un poquito.

– Tiene razón: el organismo y su ambiente. Relación complicada –metió baza, sonriente, don Fernán.

–Con el tiempo –prosiguió don Hugo; depositaba la apretada bola de papel en el borde de un plato –, la expansión de la ciudad ha multiplicado el precio del terreno. Ignoro si lo ha vendido; si es así, habrá ganado mucho dinero.

–¿No sería que el terreno fue detectado por el radar de Flores? –se malició don Mariano.

–¿A qué te refieres? –se mosqueó, ahora sí, el arquitecto.

–Sin las tradiciones, sin las viejas costumbres, las sociedades se deshacen. Solo polvo y ruinas –se soltaba, jaculatorio, don Mariano–. Con todo su fundamento, la ley no cohesiona, no es el cemento social. El rito, es el rito. Sabiamente lo anunció Confucio. Y yo añado: las fachadas, su hechura de piedra y ladrillo, son la tradición. Una fachada es la cara de la calle. Nos ha visto crecer. Dice lo que somos y lo que hemos sido. ¡Hay que respetar las fachadas, coño! ¡Pelear contra los constructores destructores, eso hace Francis! –brindó y se pimpló un trago.

–¡Un militar confuciano! –se guaseó, con alguna herida, don Hugo.

–Convertiste el Chalet del Gitano, con toda su hermosura de jardines, en un hotel de treinta plantas. Esta ciudad ya no es mi ciudad; con la complicidad de tanto alcalde chiquilicuatre la estáis borrando –acusó.

–¡Qué modo de entender el progreso! –se escandalizó–. ¡Eres un retrógrado! No voy a tolerar que me des el día –protestaba don Hugo–. Quéjate a los emigrados descendientes de aquel cacique, ellos dejaron arruinarse el palacete antes de venderlo.

–Es grave esto que pasa –reflexionó don Fernán–. Por eso, mira, le doy las gracias a Flores. Si hubiera venido, le daría un abrazo. Al menos, ya no se va a construir esa urbanización en la raya de las antiguas salinas.

–Si la cosa va a continuar por ahí… –amenazó el arquitecto– Porque tú contaminas con tu barco y tú, con vuestras prácticas… –señaló al militar–. En la más atroz siempre hay un militar –remachó–. ¡Ea!

–¡No! –saltó don Mariano.

–¿No? –retó don Hugo.

–¡No! Donde esté un uniforme, siempre HAY una orden. Y la orden parte siempre de un paisano, un paisano en su sillón, a kilómetros del ruido. Nadie le rinde más honores a la paz que un soldado. ¡So… capullo! –argumentó. Y envió la zarpa sobre las quisquillas.

–¡Bah, bah! ¡Bizantinismo, cutre bizantinismo! –oxeaba el aire a manotadas don Hugo.

–Como recreo y disfrute, después de los licores y la cabezada, os propongo la recogida de plásticos flotantes. Tengo aparejos para todos –propuso, divertido, don Fernán–. Vuestro acrisolado altruismo, inquebrantable voluntad y esas manos tan expertas, nos vendrían de perillas en Mar Limpio, disputarán por quién pesca más porquería.

–Tú, Fernán, no te pases. Se os ha subido el humo a las narices –bajó de su plácida nube masticatoria el señor Alatorre para reprenderlos–. Cuando te picas con la tontada… –le reprochó, conciliador, a don Mariano. Este ya se enconaba sorbiendo la cabeza de una quisquilla–. Pero bueno, bueno… ¡Ah!, he oído que está enfermo.

–¿Quién? ¿Flores? –se extrañó don Fernán.

–¿No os llegó la invitación?

–Lo vi como nunca en el Rincón de Josele. Comimos allí, ¿verdad, tú?

–Se hartó de aburrirnos –asentía don Mariano, que ahora se enjuagaba la boca con un buen trago de espumoso.

–Lo tenéis en el periódico, vocea su hallazgo en primera página –agregó don Hugo con menos sulfuro–. Le di las gracias, pero se lo advertí: si tú no asistes al ágape, yo no te asisto a la gala.

–Ha conseguido algo excepcional –ponderaba don Fernán–. Yo no pitaba nada; en esas concentraciones se chamulla una jerga que yo no…

–Ni yo, muy mala hora –le siguió el señor Alatorre.

–¡Tanta cara vanidosa, estrechar manos, y el cómo estás, y el qué bien te veo! Todo lo mandé a hacer puñetas –se hastiaba don Fernán–. Cené y dormí solo, en mi Loba, ¡una gloria!

–Igual que yo. Anoche tuve visita, me llegaron los nietos. Quién se resiste a jugar con el pequeño –alegó don Mariano.

Yo escuchaba sus voces, sus excusas, tan ajenas, persiguiendo el cabrilleo del mar entre los barcos.

–El señor Flores está de viaje –informé, al tuntún, por echar el sedal ni sabía bien para qué.

Se volvieron al unísono: admiraban el brote extraño, reciente, en mi silla.

–Y cuándo no –se le ocurrió decir a alguien.

–¿Dónde está ese terreno? –me centré en don Hugo.

Él me miró, confundido.

–El que heredó el señor Castilla –aclaré.

–¿Por qué quiere saberlo?

–Usted afirma que su valor ha aumentado.

–Sí, lo he dicho –admitió.

–¿Sigue a su nombre?

–Pudiera ser. Con ir al registro…

–Lógico, es lógico, le entiendo: puede que alguno quiera quedárselo, ¿no? ¿Y por qué no se encarga usted? –me endosó la diligencia, con amabilidad, don Fernán.

–Me encargaré –anduve presto.

HG MANUEL

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