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Antonio López Hidalgo | La mujer que no existía

Por las noches, cada noche de cada sábado, durante catorce años, acudió al mismo bar con la sensación irrenunciable de que allí conocería a la mujer de su vida. Nos lo contaba con esa naturalidad de quien está convencido que subirá al árbol aunque sus manos no alcancen las primeras ramas.


Siempre fue un hombre cuerdo, discreto, con una educación elegante que gustaba a las mujeres y, tal vez por ello, siempre disfrutó de sus favores y de su aceptación. Sin embargo, él solo vivía para una mujer que no existía, o que solo existía en sus sueños. Los sábados nos despedíamos de él hasta el lunes. Se venía a este bar a esperarla y el domingo lo dedicaba a descansar y leer los periódicos de la semana.

Los amigos comenzábamos a preocuparnos, porque nunca nos dijo qué local frecuentaba los sábados por la noche, así que un día decidimos seguirlo sin que él lo supiera. Lo hicimos varias veces y siempre lo veía detrás de los cristales sentado a la barra con un whisky en la mano, hablando con la camarera o sin hablar. Se bebía varios vasos y después se iba andando a su apartamento.

Le gustaba pasear de noche, incluso con lluvia o frío. Nunca fumaba, pero en esos paseos nocturnos encendía algún cigarro. A veces se paraba a observar el cielo o los árboles o las calles vacías o a las parejas que huyen del bullicio de las fiestas.

Pudiera parecerlo, pero en absoluto era un hombre solitario o triste, depresivo o introvertido. Sin embargo, en ocasiones le gustaba estar solo o necesitaba estarlo algunos fines de semana, y entonces se recluía entre libros y botellas para matar las horas que le quedaban libres.

Había tenido escarceos con bastantes mujeres y después de meses o años de relaciones lograba mantener viva con ellas una misteriosa amistad que siempre sobrevivía al tiempo. Todo fue así hasta que un día apareció la mujer que no existía.

Él cuenta que estaba sentado a la barra bebiendo como siempre hacía y llegó ella, con un humor de perros, pidió un whisky y empezó a hablarle como si le conociera de toda la vida. Le dijo que los hombres todos éramos iguales, que pensábamos con la bragueta, que estábamos hechos con el mismo molde y que ya estaba cansada de buscar donde no había nada.

Él asentía sin decir nada más, porque el carácter bronco de la señora, al parecer, no era para contradecirla. Poco a poco se fue serenando, eso sí. Le preguntó cómo se llamaba, le pidió perdón por sus modales, pero le confesó que estaba muy cansada de la vida, le dijo que la noche era preciosa, que había estrellas en el cielo y que cuando las noches están así a ella le gusta pasear sin rumbo.

Él le dijo que siempre paseaba, todas las noches de todos los sábados desde hacía bastantes años. Ella le preguntó qué buscaba o qué quería encontrar en un local como aquél durante tantas noches de tantos sábados. “No lo sé”, le dijo, “creo que encontraré a una mujer”. “¿Y cómo sabrás que es ella?”, le preguntó. “No sé”, dijo, “posiblemente ella me lo dirá”.

La mujer había cruzado la frontera de los cuarenta, de estatura media y bien proporcionada, tenía los labios gruesos y la voz de cantante de blues y un escote generoso que anunciaba una juventud todavía enhiesta. Había sobrevivido a un matrimonio equivocado y a varios amantes que nunca estuvieron a la altura de las circunstancias. Le gustaban los hombres románticos y varoniles, una mezcla difícil de encontrar, según decía.

Salieron a pasear como él hacía cada sábado, bebieron en otro local nocturno y en otro más. Nunca supo cuánto bebieron y rieron aquella noche, y cuánto hablaron. El amanecer los encontró abrazados en algún parque apurando las últimas cervezas de una cogorza bien merecida.

Se retiraron al hotel más próximo, durmieron desnudos y abrazados y solo lograron hacer el amor unas horas después, bañados en sudor y con el aliento agrio secuela del alcohol. Después se ducharon y pidieron un almuerzo opíparo, y volvieron a dormir.

El lunes los despertó felices. Quedaron en verse el sábado en el mismo bar. Solo se ven los sábados. Desde hace varios años, no sé cuántos. Y son felices. No lo dice. Lo decimos los amigos. Algún fin de semana oteamos a la pareja por la ventana del bar y los vemos reír y beber.

No sé si él se habrá dado cuenta de que ésta puede ser la mujer que tanto esperaba. Un día se lo preguntaré, pero no sé cuándo. Porque siempre anda preparando la noche del sábado, como si en ella se le fuera la vida.

Columna publicada originalmente en Montilla Digital el 31 de enero de 2011.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO