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Aureliano Sáinz | Envejecer aprendiendo

El título de este artículo bien pudiera parecer uno de esos consejos que se dan en los libros de autoayuda que tanta predicación tienen en alguna gente. Sin embargo, es una frase del poeta griego Solón que se la escuché al escritor y profesor Pedro Olalla, residente en Grecia, durante una conferencia que impartió recientemente en la sala de la Biblioteca Viva de al-Ándalus en Córdoba.


Tengo que apuntar que el contenido de la charla versaba sobre Grecia. Es la razón por la que lo presentó el catedrático de Filosofía Clásica Ramón Román como introductor del tema. También lo acompañó en el debate que se llevó a cabo con los asistentes durante la mayor parte del tiempo, pues, como bien expusieron ambos, lo más interesante sería la participación que podría generarse entre todos los presentes.

En gran medida, la pertinencia de este encuentro estaba motivada por el reciente libro de Pedro Olalla que lleva por título Palabras del Egeo. El mar, la lengua y los albores de la civilización. Esta última publicación se encontraba expuesta junto con otras del autor en la entrada de la sala. Por mi parte, me incliné por la compra del libro De senectute politica. Carta sin respuesta a Cicerón, dado que con bastante anterioridad yo había leído el breve, aunque profundo, tratado de Marco Tulio Cicerón sobre la vejez.

También quisiera apuntar que, finalizado el debate y todos los presentes nos levantábamos para iniciar la despedida, me vi con un joven profesor de la Facultad de Filosofía con el que en una ocasión formé parte de un tribunal de trabajo fin de grado. Nos saludamos e intercambiarnos informaciones sobre nuestras situaciones actuales. En un momento determinado, tras haberle dicho que me encontraba jubilado, me preguntó: “Aureliano, ¿tú cuántos años tienes?”.

Algunos esta pregunta la considerarían inoportuna, pues parece que solo cuando eres joven puedes decir la edad que tienes, ya que en nuestra actual sociedad de la publicidad y del consumo solamente es “vendible” la juventud, época “dorada y mitificada” en la que supuestamente todos fuimos felices y en la que habría que mantenerse a toda costa, aunque sea engañándose con los más rebuscados argumentos.

Bien es cierto que en la antigua Grecia el culto a la juventud y a la belleza corporal estaba al orden del día. Ambas eran ensalzadas por dramaturgos y poetas, y muy estimadas en los Juegos Olímpicos en los que los atletas exhibían sus cuerpos desnudos en las distintas competiciones.

“Yo ya tengo setenta y tres”, le apunté. “Como bien sabes, a los setenta, obligatoriamente nos tenemos que jubilar en la Universidad. De todos modos, permanezco en ella como profesor en funciones de colaboración en aquellas labores que para mí son muy gratas, como la docencia y la investigación”, añadí, al tiempo que le especificaba las tareas concretas que ahora realizo en mi Facultad.

A Manuel -que es el nombre de este compañero- le pareció muy buena la idea de ofrecer continuidad al trabajo que uno había desarrollado a lo largo de tantos años, ya que no tenía sentido dar un cierre total cuando en este tipo de labor la edad supone acumulación y sedimentación de los conocimientos que se han ido adquiriendo a lo largo del tiempo.

Pero no es solo ofrecer los saberes ganados en la vida, sino también aprender de los jóvenes que vienen con ideas renovadas, con nuevos comportamientos y, especialmente, con el entusiasmo consustancial a esas edades.

Por otro lado, si hablamos de labor, siempre me viene a la mente alguno de los cuadros que pintó Vincent van Gogh y que tenían el título de El sembrador, pues entiendo que la labor docente es como sembrar semillas de conocimiento que acabarán (o no) germinando con el paso del tiempo. Así, de esos cuadros he elegido uno para la portada de este escrito y que resulta ser el fragmento de una obra del artista holandés en la que homenajeaba a otra que sobre el campesino que previamente había firmado el pintor francés Jean-François Millet.


Volviendo a De senectute politica de Pedro Olalla, tengo que apuntar que es un pequeño libro de 24 cartas acerca de la vejez que, imaginariamente, remite a Cicerón, al que llama por su nombre, Marco, de modo que configuran una especie de respuestas tardías a lo que en su momento escribió el gran orador romano.

Puesto que cada párrafo del libro de Olalla supone una acertada reflexión sobre el último tramo de la vida, resulta muy difícil condensar lo que en esas cartas se dice. No obstante, tras invitar a la lectura de este breve pero intenso trabajo, quisiera destacar algunas ideas que el autor vierte en esas epístolas.

“Tú has dejado claro en tu obra, al hablarnos de que las dificultades de la vejez no provienen tanto de la edad como del carácter y de la actitud vital de las personas” (Carta I).

Comparto con ambos, Cicerón y Olalla, que afrontar los retos de la vejez, en gran medida, están marcados por la actitud de cada cual, pues la vida es un viaje o una aventura en la que uno es su propio protagonista; no es el implacable destino el que nos dirige el rumbo de los acontecimientos hacia un desconocido final.

“He de decirte, Marco, que, en nuestro mundo actual, quienes establecen para la vejez un umbral numérico atendiendo a la fisiología y a la salud siguen fijándolo, curiosamente, casi en el mismo punto en que lo puso la antigua tradición hipocrática (…) y que en torno a ese punto ponen también el límite quienes toman como criterio de la entrada en la vejez la edad en la que suele abandonarse formalmente el mundo del trabajo” (Carta II).

Cierto que lo que llamamos jubilación para algunos supone una pérdida del horizonte y de la brújula con los que había vivido hasta entonces. Este punto es uno de los retos al que nos enfrentamos y que, dependiendo de cómo se afronte, conllevará el que se viva con un sentido u otro muy distinto.

“A los que dicen que aparta de la acción, tú les recuerdas que las acciones más valiosas no se llevan a cabo con el ímpetu ni la agilidad de los cuerpos, sino con el conocimiento, la competencia y el juicio, pertrechos de los que la vejez no sólo no está huérfana, sino que suele incluso estar sobrada” (Carta IV).

Podemos entender que un brillante orador valorase el conocimiento como una de las grandes cualidades de los seres humanos y que los años ayudan a ir atesorándolo cada vez más, de modo que finalmente puede configurarse como una sabiduría aplicada a la vida.

“A los que culpan de tornar a los hombres irascibles, huraños, retrógrados y avaros, tú les replicas que esas lacras vienen con cada uno y no con la vejez, porque, si fuera ésta quien las trae, se las traería a todos” (Carta IV).

No me extiendo más en la selección de fragmentos. Desde estas líneas, recomiendo la lectura de ambos –Cicerón y Olalla– pues ayudan a entender que envejecer no es ninguna enfermedad y, menos aún, una desgracia; es un tramo de la vida que hay que saber encauzar con la mayor de las inteligencias posibles.

Quisiera cerrar esta breve reflexión para comentar que, sorprendentemente, Marco Tulio Cicerón que con tanta lucidez reflexionó sobre la vejez y la muerte como finales del individuo, de un modo tan sereno como correspondía al pensamiento de los estoicos, no previó su dramático fin: el ser asesinado en una conspiración planificaban por quienes le odiaban y deseaban acabar con su vida.

AURELIANO SÁINZ
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