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Antonio López Hidalgo | Desigualdad

Leo en papel. Soy adicto al papel, entre otras adicciones, por supuesto. Sin remedio. Hay títulos creativos que no eluden la sorpresa. Éste es para quedarse helado: “La inflación derrite nuestro dinero”. A continuación, meto mano a la entradilla (párrafo de arranque de un texto periodístico, suele ir tipográficamente diferenciado del cuerpo informativo). Entro: “Los precios en España subieron un 9,8% en marzo, la tasa más alta desde 1985. El descontrol del IPC, en parte debido a la crisis energética, devora el poder adquisitivo de los hogares y amenaza con traer una recesión si obliga al BCE a subir los tipos de interés”.


En Negocios, el mismo suplemento salmón en que leo el texto anterior, descubro un título inquietante que me persigue día y noche: “Por qué la grasa de los torreznos nos vuelve locos”. Leo también que la calefacción asfixia a las comunidades de vecinos, pero no encuentro nada respecto a una posible burbuja inmobiliaria aún en germen. Igual me he perdido en divagaciones de otro tipo.

Muchos ciudadanos sufren en silencio. Buscan el reparto de alimentos en fundaciones y comedores públicos. Esta frase la conozco demasiado, pero, cada vez que me tropiezo con ella, me pongo a pensar: “España es el país más desigual de la Europa occidental”. Pero los españoles, aun sabiéndolo, quieren ignorarlo, no están dispuestos a pagar más impuestos para paliarla. Sergio C. Fanjul, en su reportaje titulado Otra crisis que impacta en personas ya castigadas, escribe en la entradilla: “Una herida profunda recorre la sociedad española. La penuria vivida en silencio durante años por muchos ciudadanos aflora. El malestar se deja oír y pide ser escuchado”. Entro en detalles: después de varias crisis encadenadas, con la pandemia todavía ahí, el nuevo polvorín que es la guerra de Ucrania, se nos acerca la inflación en alza. Una inflación que se traduce en la subida del combustible, la energía, los alimentos, el agua, etcétera. España, aunque le cuesta, vive su propia pobreza, creemos que poco visibilizada, que nadie la ve, que nadie se entera ni quiere enterarse, pero que se encuentra entre las peores de la Unión Europea.

Desigualdad, calentamiento global, plásticos, basura, el color y el dolor de mares y océanos. El cadáver de una ballena de unos nueve metros de longitud apareció en la mañana del jueves 20 de enero de este año en la playa de La Rada, en el municipio malagueño de Estepona. El Ayuntamiento de la localidad tuvo que contratar para la retirada del cuerpo un servicio de maquinaria especializada. Profesionales en la materia tomaron muestras del tejido muscular de este mamífero para su posterior análisis. El ejemplar era un rorcual común macho, uno de los grandes cetáceos más comunes en el Mediterráneo.

De Antonio Muñoz Molina a Jesús Ruiz Mantilla: “Hay un personaje que es un conocido mío, un científico que desarrolló un proyecto de la Universidad de Cádiz en el puerto de Motril que consistía en recoger basura del fondo del mar para clasificarla. Este hombre se dedica, pues, a la catalogación de basura recogida en el mar. Me contó una historia muy impresionante: una vez les avisaron porque una ballena había varado en la playa de Motril; cuando la abrieron tenía dentro unos quinientos kilos de basura de plástico. Es dramático”. El mundo visto al revés no es el mundo que aparenta ser. El mundo, visto por dentro, es el vientre de una ballena atestado de plástico sin reciclar. El mundo, roto. El mundo, abierto a cualquier catástrofe. El mundo, torcido en dirección al futuro. El mundo, herido, malherido, inidentificable. El mundo nadie lo reconoce, ni siquiera en las fiestas patronales ni en otros días de descanso obligado.

El mundo abriéndose en canal, desangrándose. El mundo, muerto y vivo a la vez, agonizando, intubado, infeliz. Las fuerzas de Putin lanzan un nuevo ataque devastador contra la población civil. Tocado. Tocado y hundido. Un misil impacta en la estación de tren de Kramatorsk, donde miles de civiles se agrupan para huir a zonas más seguras. Mueren al menos 50 personas. De ellas, al menos cinco son niños. No es todo. Personas asesinadas con las manos a la espalda con bridas de plástico. Después de los bombardeos, nadie cuenta los escombros, ni los cadáveres enterrados entre los escombros. ¿Crímenes de guerra? Qué genera una guerra si no. La guerra es la guerra. Y toda guerra trae muertos y heridos. Una obviedad, desde luego.

Otra cosa es la desigualdad que, como la guerra, hay quien la niega. Los desagravios de la pobreza, eso sí, son inmaculados, nadie se percibe del mal, nadie se anticipa a morder su médula. Philip Alston, relator especial sobre Pobreza Extrema y Derechos Humanos de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), visitó España antes de la pandemia. Diagnóstico: la España afectada por la pobreza es de las peores de la Unión Europea. A dónde mira la gente que no la ve. Alston advierte que esta situación de “pobreza generalizada” encuentra su arraigo en recortes en los servicios públicos, alto desempleo, crisis de vivienda, un sistema fiscal injusto, un sistema de protección inadecuado, un sistema educativo segregado y anacrónico, una mentalidad burocrática arraigada. No hay que desanimarse todavía. Hay más. Un 27% de los españoles viven en la pobreza o riesgo de exclusión social, según datos de 2020 del Instituto Nacional de Estadística. Es decir, uno de cada cuatro ciudadanos.

Pero nadie quiere pronunciar la palabra pobreza, nadie se siente aludido cuando se habla de necesidades de primer orden, de sueldos que no alcanzan el último día del mes. Personas sin hogar. Gente que pasea por Madrid y después duerme abrigada entre cartones que antes embalaron regalos para el hogar, cachivaches de última tecnología para hacer la vida menos fatigosa. La felicidad se envuelve y empaqueta en cofre o bombonera. La felicidad es elástica como el chicle. La pobreza también lo es. Aun más. La pobreza se adapta a cualquier clase social o nómina y es fácil de envolver y transportar de aquí para allá. Es tan voluble que los escáneres no la detectan y cruzan fronteras con la misma facilidad como asfixia a tantas criaturas. La pobreza es invisible pero apenas que nos descuidemos en cualquier rincón se reproduce sin apenas mantenimiento.

Y llega un día que ocupa la habitación y se extiende al pasillo y entra en las demás habitaciones y va dejando un olor vacío a humedad compacta, que ahoga, y muerde, que mimetiza nuestros rostros y delata nuestro lamentable e inconfesable estado de indigencia. Hay pomadas, gel y espray o aerosol a precios asequibles, es decir, a precios para pobres, pero son ineficientes. No curan de nada, dejan máculas indelebles de por vida. La gente te ve y piensa, aunque no lo diga: “No le pasa nada. Es pobre”. Los pobres se multiplican como conejos. Comparación maligna e inapropiada. Sí, pero así es, piensan muchos. Vivir para escuchar. La vida, vista así, deja mucho que desear. Los pobres deberían llevar una marca visible para que se les pudiera identificar a primera vista. El Gobierno seguro que lo ha pensado, pero no hace nada. Dice que son muchos. Un gasto innecesario. Vayas por donde vayas, te encuentras con un pobre.

En todo caso, las estadísticas no ayudan a encontrar una solución plausible a esta plaga que ahoga a la felicidad, que abre cauces inciertos entre las clases sociales, que, con toda seguridad, agrava el cambio climático. Es difícil de entender, pero es así. Vas por la calle, y no distingues, pero están atestadas de pobres de solemnidad, de gente que ya no aporta nada al sueño nunca realizado. Después enciendes la televisión, y te dice que esta Semana Santa dejará no sé cuántos muertos en las carreteras. Y alguien piensa: bueno, si son pobres, igual ayuda a esta situación de descalabro que a todos nos trae de narices. Ni quisiera ahora que vienen días de descanso y de fiesta, los ciudadanos están a resguardo de las inclemencias de esta economía desajustada y devoradora. Pensar en la pobreza es pensar que la vida se desmorona. Al menos, la vida que vamos dejando atrás. Y ahí no hay broma que valga la pena.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO