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Antonio López Hidalgo | Nadie cambia la vida

Un día cualquiera, aunque nadie diga nada, sabes –aunque tampoco lo ignorabas– que la vida nadie la cambia, que nadie la puede cambiar. Leo que ha muerto Chelique Sarabia. Dicho así, a nadie le suena este nombre, pero si añadimos que es el autor de Ansiedad, esa canción edulcorada que nos ha perseguido más de media vida en la voz de Nat King Cole, Lucho Gatica, Sara Montiel o Alfredo Sadel, entre otros y otras, todos caemos en la cuenta de que la nostalgia lo tenía ahí retenido para solventar con lucidez los sueños que ella protagonizaba a nuestro pesar.


Decía Sarabia: “Soy un hombre de fe y creo en el destino. Cada quién viene a este mundo con su libreto bajo el brazo, con un programa que se va cumpliendo a medida que van pasando los años. Sencillamente, se viene a este mundo a purificar el espíritu con respecto a algún problema de vidas anteriores. Pero también es necesario un poco de suerte y, dicho de paso, la he tenido”.

Dicho así, también nos puede sonar a frase hecha. Y tal vez lo sea. Entre el destino y la suerte, campea un amplio margen de posibilidades que nunca se materializarán. Sencillamente por la evidente razón de que nadie quiere cambiar la vida. Porque la vida, después de todo, es un conglomerado de intereses resueltos que estrangulan el porvenir.

Cuando murió Franco, mi amigo Antonio Carpio, que fue alcalde de Montilla durante doce años, me lo dijo un día sin nostalgia: “Si la gente no quiere la revolución, para qué vamos a hacer la revolución”. Y es así, nadie quiere que le cambien el horario, que le aprieten la nómina o que le doblen las esquinas del pañuelo para que otro se suene los mocos en sus propias narices.

JES JIMÉNEZ SEGURANos acostumbramos a la tibieza de los días con la mansedumbre de quien no le importa respirar aire prestado y nos movemos por las mismas calles de la niñez cuando los pasos ya son torpes y ansían un descanso merecido. Entre el destino y la suerte, también la decisión de los demás condiciona y ata nuestras propias decisiones, también la frustración de los demás apaga los sueños y, por supuesto, el miedo de los demás también amordaza nuestra voz. Hay días que uno se levanta cansado a medir con el tipómetro el diámetro del futuro, y vuelve perplejo y consciente de que el espejo ya no le devuelve el mismo paisaje.

Cuando todavía queda vida por delante, un día aprendemos –aunque lo sabíamos– que nadie se atreve a mover un mueble de esta casa, que todo está bien como está, aunque nosotros no nos deleitemos con esa estética sin pasión y con una disciplina que solo respeta las voces aprendidas y huye de las aventuras no escritas. Un día, alguien se te acerca, con un puñal en el pecho –como cantara Lorca–, y te dice que es necesario morir un poco para compartir la desdicha a la que estaremos sometidos de por siglos. Más allá del destino y de la suerte, está el miedo de ellos a cambiar estos ladrillos por una residencia mejor y más confortable. Cualquier cambio, se sabe, tiene sus costos.

Eso lo aprendemos cualquier día, aunque no anduviera anotado en el guion genético que dios nos tiene reservado a todos. Y entonces comienzas a buscar un rincón donde no haya nadie, o donde solo esté ella, y abres un libro, otro libro, como quien desenfunda por primera vez el brillo metálico del azar y mira en su reflejo los días amasados sin ton ni son de todos ellos, que giran sin rumbo o con el rumbo repetido que les impone el eje de la noria diaria. Siendo así, lo mejor es tenderse en el sillón y construir otro mundo paralelo cuya grímpola navegue y anuncie otros mares.

En este sentido, el escritor y dramaturgo sueco Henning Mankell, quien fuera conocido por sus novelas de intriga y misterio protagonizadas, en su mayor parte, por el inspector de la policía de Malmö, Kurt Wallander, escribió: “Coger un libro y perderme en el texto en los momentos difíciles ha sido siempre mi modo de buscar alivio, consuelo o, al menos, un respiro. Cuando los asuntos amorosos se torcían, echaba mano de un libro. Como consuelo después de un fracaso en el trabajo teatral o con textos cuyo final se me resistía, siempre he tenido los libros. Como linimento, pero más aún como instrumentos para desviar los pensamientos hacia otro lugar. Para hacer acopio de fuerzas”.

Es cierto que los libros no cambian la vida. O sí. Pero ayudan a sobrellevar los caminos pedregosos que el destino impone y los golpes fatídicos que la suerte otorga a nuestro pesar. Y sobre todo compensa de aquellos momentos que otros viven como un éxito sin precedentes pero que no es sino una victoria pírrica. No hay recompensa al final del camino, ni trofeo donde leas tu nombre, no hay aplausos ni días soleados, ni alfombra roja donde pisar con brillo el perfil del fracaso. Hay días en que perdemos una batalla que habíamos previsto y, donde alumbra el sol, algo nos dice que el camino abandonado no conduce a ninguna parte, que el camino era y es otro: el que ahora mismo emprendemos.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO
FOTOGRAFÍAS: JES JIMÉNEZ