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Rafael Soto | El cine en las aulas

El dos de agosto de 2004 tenía 14 años, y estaba a pocos días de cumplir los quince. Aburrido en casa, mi familia ya se había metido en la cama y yo era dueño y señor del mando de la televisión. Estaba a oscuras, como siempre me ha gustado ver la tele de noche, y no tenía ganas de leer.


Tirado en el sofá, iba de un canal a otro sin rumbo fijo. Zapping lo llaman los amantes del anglicismo. Veía esto, veía aquello. Nada me convencía. Nada me llamaba la atención. Como teníamos canales de pago –uno de los pocos lujos que mi familia se permitía por aquel entonces–, me dirigí a ellos con la esperanza de encontrar algo. Paré en un canal de contenido musical, pero no aguanté mucho. Al final, decidí pulsar el botón número 1 y volver a revisar todos los canales uno a uno.

No tuve que esperar mucho. Me llamó la atención La 2. Había una película en blanco y negro, con una imagen muy degradada –al menos, para lo que yo estaba acostumbrado–, y me llamó la atención ver actores asiáticos vestidos con atuendos tradicionales. Era una película japonesa subtitulada. Decidí darle una oportunidad.

El argumento acontecía en el Japón feudal y, en él, se sucedían y combinaban hechos vulgares y cotidianos con otros sobrenaturales. Había acción sin especial espectacularidad. La fotografía estaba cuidada y todo el filme ofrecía belleza, o al menos me pareció eso. Era algo nuevo para mí, algo fascinante que quería que se repitiera.

Sin embargo, ¡ay! No es sabio volver donde se fue feliz. Sin ser cinéfilo, he disfrutado mucho con el cine. Incluso he llegado a llorar de emoción. Pero jamás he vuelto a tener ese mismo sentimiento de descubrimiento.

Con los años, supe que la película que vi fue Ugetsu Monogatari (Cuentos de la luna pálida de agosto, 1953), de Kenji Mizoguchi. Se proyectó en el programa número 415 de ‘Qué grande es el cine’, presentado por José Luis Garci y que, en aquella ocasión, contó con la colaboración de Oti Rodríguez Marchante, Clara Sánchez y Juan Miguel Lamet.

Mentiría si dijera que es mi película favorita. Más allá del cariño, ni siquiera estaría en una selección de diez. Y, sin embargo, puedo afirmar con rotundidad que fue una llave importante para ver otro cine, un cine diferente.

Es cierto que fue una combinación perfecta: aburrimiento, curiosidad, oportunidad. Si bien, no es óbice para que otros jóvenes puedan, al menos, llegar a tener acceso a un cine más allá de la actual industria de Hollywood.

Quizá sea hora de dar un mayor protagonismo al cine en las aulas, educando en el cine del mismo modo que se educa en la lectura. No estoy diciendo que se les proyecte El gatopardo a chicos de 12 años, ni que se enseñe Historia del Cine, si bien creo que se debería favorecer cierta educación cinematográfica que fomente la creatividad, el ocio sano y el conocimiento de los adolescentes.

Ahora que la nueva reforma educativa favorece la vagancia y la ley del mínimo esfuerzo, estoy convencido de que se puede encontrar hueco para estas propuestas. Hay algunas interesantes, como Educafilmoteca, un proyecto de Filmoteca Española para acercar el cine a las aulas.

En cualquier caso, creo que es importante integrar el cine en las aulas como una fuente de cultura, y no como una simple solución para las guardias o para ilustrar contenidos. Una ventana a la cultura para una generación abocada a la ignorancia y, aún más que hoy, a los caprichos del mercado.

Haereticus dixit.

RAFAEL SOTO
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