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Antonio López Hidalgo | Contar la verdad tenía un precio

Watergate es el precedente prototipo y más sonado de lo que tradicionalmente se conoce como periodismo de investigación, un caso en el que los periodistas Bob Woodward y Carl Bernstein requirieron participar activamente, investigando tenazmente y contrastando los hechos, con la ayuda de fuentes internas clave, y que hizo caer a Richard Nixon de la Presidencia de EE UU.


Un modelo anterior son los papeles del Pentágono, publicados por The New York Times poco antes de Watergate, que destaparon la historia clasificada de la guerra de Vietnam, impulsada por el Departamento de Defensa de EE UU, y que contenía una versión menos suave del conflicto que aquella otra que los ciudadanos conocían hasta entonces.

Neil Sheehan consiguió dos hitos clave en la historia del periodismo del siglo XX. El primero, la exclusiva de los documentos que demostraban que el Gobierno de los Estados Unidos mentía de forma sistemática y que estaba mandando a sus soldados a morir en Vietnam a pesar de saber que su sacrificio sería inútil. Esos documentos son conocidos como Los papeles del Pentágono.

Su segundo gran hito fue la resolución del Tribunal Supremo de Estados Unidos que garantizaba el derecho a publicar los documentos, una de las mayores victorias de la libertad de expresión en el siglo XX. Nunca la prensa había sido tan respetada como entonces y nunca más lo sería en el futuro. Ni siquiera con el caso Watergate, escribe Juan Carlos Laviana.

El pasado jueves murió Neil Sheehan a los 84 años en su casa de Washington. Hijo de inmigrantes irlandeses, nació en Holyoke, Masachusetts. Se graduó en la Universidad de Harvard y con 25 años llegó a Vietnam para cubrir la guerra, un conflicto que costó millones de muertos. Allí estuvo cuatro años. 

En 1964 escribió: “Me pregunto, cuando miro las aldeas campesinas bombardeadas, los huérfanos mendigando y robando en las calles de Saigón, y las mujeres y los niños con quemaduras de napalm en los hospitales, si Estados Unidos o cualquier nación tiene derecho a infligir este sufrimiento y degradación a otra gente para sus propios fines”.

Stephen Reese, vicedecano de la Escuela de Comunicación de Texas, asegura que históricamente “los periodistas siempre han pretendido las ruedas de prensa y las entrevistas a la tarea, más difícil, de investigar a partir de pruebas documentales, pero los papeles del Pentágono eran literalmente papeles, fotocopiados por la fuente que dio la voz de alarma”. Y añade: “Hoy la tecnología reduce enormemente los escollos para este tipo de filtraciones, y aumenta el valor de documentos materiales, como se ha visto en el caso de WikiLeaks”.

Pese a que es cierto que los papeles del Pentágono es más una filtración que puro periodismo de investigación, nadie discute la trascendencia de su publicación. Como también es cierto que Watergate, basado en la contrastación de fuentes informativas, tampoco fue el primer ejemplo de periodismo de investigación de la historia. Tal mérito debe recaer, sin duda, en el periodismo muckraking que surgió en Estados Unidos a finales del siglo XIX.

El término lo acuña el propio presidente Roosevelt, que comparó a estos periodistas con el hombre del Muck-rake (rastrillo de estiércol) y que basaban sus investigaciones en la denuncia social. Sus investigaciones se sustanciaban en la inmersión. No querían que las fuentes les contaran la historia. La querían vivir por sí mismos.

Nellie Bly representa el caso más sonoro. Ingresó en un manicomio haciéndose pasar por demente. Nada más salir escribió Diez días en un manicomio. Con la publicación de esta crónica consiguió que las autoridades sanitarias emprendieran importantes reformas en los hospitales de salud mental de Nueva York.

Las investigaciones inmersivas de Bly tuvieron sus repercusiones, al igual que la publicación de los papeles del Pentágono por parte de Neil Sheehan, o las investigaciones llevadas a cabo, contrastando fuentes fidedignas, de Woodward y Bernstein no cayeron en saco roto. Al final, las tras modalidades de periodismo de investigación dieron sus frutos.

La filtración que obtuvo Sheehan es la mayor de la historia hasta aquel momento: 7.000 páginas. The New York Times comenzó a publicar sus investigaciones el 13 de junio de 1971. Pronto se unieron a la tarea The Washington Post y The Boston Globe.

Estos informes desvelaban que la Administración Johnson había mentido sistemáticamente al Congreso sobre la importancia trascendental de aquel conflicto bélico y que varios presidentes de Estados Unidos sabían desde el principio que la guerra de Vietnam estaba perdida. El Gobierno norteamericano quiso impedir su publicación, pero el Tribunal Supremo sentenció que la prensa podía seguir publicándolos.

Después de estas exclusivas, Sheehan se dedicó a escribir A Bright Shining Lie (Una mentira brillante y luminosa) sobre la vida del teniente coronel John Paul Vann y la participación de los Estados Unidos en la guerra de Vietnam, que publicó en 1988. Con este libro obtuvo el premio Pulitzer, el galardón más importante del periodismo, y un Premio Nacional del Libro. Steven Spielberg llevó esta historia a la pantalla en 2017 con el título Los papeles del Pentágono.

Sheehan nunca dijo cómo obtuvo estos papeles. En 2015 contó el secreto a The New York Times, con la condición de que no se publicara hasta después de su muerte. En la película de Spielberg, Sheehan tiene un papel muy secundario, pues el mérito lo compartiría también con Katharine Graham y Ben Bradlee, editora y director del periódico de la competencia, The Washington Post. Pero si Sheehan no se hubiese atrevido a fotocopiar, sin el permiso de la fuente, estos informes de la guerra de Vitenam, hoy, con toda probabilidad, no sabríamos qué malditas razones llevaron al Gobierno de Estados Unidos a crear el infierno en este país asiático.

Después de publicar estos informes y de varios años de permiso sin sueldo, Sheehan abandonó The New York Times. Era el precio que tenía que pagar por desvelar la verdad, siempre incómoda. Tal vez esta no fue la primera vez que ocurrió así: tampoco será la última.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO