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Antonio López Hidalgo | El mundo dominante de las palabras

No me gustan tanto las novelas norteamericanas como las francesas. Las primeras se desparraman en sí mismas sin alcanzar el final, cientos de páginas que pugnan entre ellas por alcanzar el millar, buscando la calidad también en la cantidad, y ahí tal vez junto a la máquina de escribir el autor debería contar también con unas afiladas tijeras. En ocasiones, resulta un arma de trabajo imprescindible. Van de una digresión pensada a otra intuida, se extienden en pasajes prescindibles en loor de una extensión que nunca será su principal valor.


Las novelas francesas, por el contrario, son breves, precisas, exactas. Verdaderas obras de orfebrería. En castellano podríamos hablar de novelas cortas o novelitas. No contamos con una palabra que defina el género en toda milimétrica extensión. Los franceses, sí: nouvelle

Los grandes escritores franceses son maestros que manejan con justicia y cadencia el género. Albert Camus, Jean Echenoz, Emmanuel Carrère, Patrick Modiano y tantos otros. La perfección, no siempre, al menos en este género literario, es incompatible con la abundancia y el derroche. La cirugía y la creación literaria, a veces, se complementan matemáticamente para alcanzar la obra maestra.

Cuando leí El extranjero de Albert Camus supe, en ese mismo instante, que el Premio Nobel francés sería para siempre uno de mis escritores de cabecera. Y así ha sido. Me impactaron las primeras líneas de esta breve novela. José Luis Alvarado, que califica la novela de maravillosa, sostiene, por el contrario, que el comienzo es de una vulgaridad abrumadora: “Hoy, mamá ha muerto”. Esa sería, en todo caso, la primera frase. Pero el arranque no termina ahí: “Hoy mamá ha muerto. O tal vez ayer, no sé. He recibido un telegrama del asilo. “Madre fallecida. Sentido pésame”. Nada quiere decir. Tal vez fue ayer”. 

Ahora, eso sí, el arranque es perfecto y único. Frío, distante, ajeno a todo sentimentalismo. Un hecho irrevocable al que todos nos enfrentamos sin posibilidades de renuncia. A partir de ahí, la historia se deja llevar con una mecánica indisoluble.

He leído estos días a otra autora francesa, maestra lógicamente de este género. Leo el arranque de Una mujer, de Annie Ernaux, y no puedo evitar compararlo con el de Camus: “Mi madre murió el lunes 7 de abril en la residencia de Pontoise, donde la había ingresado dos años antes. El enfermero dijo por teléfono: ‘Su madre se ha apagado esta mañana, después de desayunar’. Eran más o menos las diez”. 

El libro está escrito con una frialdad y una distancia imperturbables, pero en ese abismo que abre entre ella y la madre ya ausente se escurre un velo de humanidad indescriptible. Se lo han reprochado, de hecho. Cómo no.

En Francia, el origen es un estigma, una vergüenza social, escribe Patricia de Souza, y Ernaux discurre por esos páramos identificándose con el paisaje, describiéndolo como el contexto de su propia vida, narrados desde una clase inferior a la clase media alta. No lo hizo Marguerite Duras, ni Simone de Beauvoir ni Colette, añade De Souza. Es la antítesis de Beauvoir. 

A su lado no está Sartre, no hay burguesía. Ernaux escribe de casas pequeñas, sin ducha, con baños en el jardín, silos, supermercados, trenes de cercanías en los pueblos olvidados. Un paisaje que nunca conoció Beauvoir. Ernaux cuenta que, paseando con su padre por Biarritz, siente vergüenza por no llevar ropa de baño para bajar a la playa. Toma conciencia de clase. Ella no tiene al lado a nadie que se llame Sartre.

Mezcla el estilo clásico con el popular, se rompe cuando escribe con la agilidad de un maestro de esgrima: te roza, pero no te mata. Deja vivir a lector para que apure las páginas restantes, en una estructura matemática fuera del concepto de cualquier género concreto. 

Ella misma lo confiesa al final del libro. Dice que no sabe de qué género se trata: “Esto no es una biografía, ni una novela, naturalmente, quizá algo entre la literatura, la sociología y la historia. Mi madre, nacida en un medio dominado, del que quiso salir, tenía que convertirse en historia, para que yo me sintiera menos sola y falsa en el mundo dominante de las palabras y las ideas al que, según deseo, me he pasado”.

Por supuesto. No importa el género. Hay textos que se escriben para romper los moldes, para hibridar los ya existentes, para crear una nueva teoría donde antes no había nada. Hay libros que se escriben con el pulso firme y el corazón machacado, con la identidad definida y el dolor goteando sangre o sudor pese a los años. 

Hay un dolor que nunca se extingue y que solo se puede escribir con la tinta indeleble de la memoria antes de que el olvido arrase con los días. Hay en este libro una verdad que el lector percibe como propia, nada impostada, que nace de las horas vividas, que también pueden ser las nuestras. De hecho, son también nuestras.

Annie Ernaux escribe por necesidad. Ese dice. Cuando termina de escribir un libro, se siente vacía. No se siente liberada, sino vacía. Por eso siente la apremiante necesidad de escribir las primeras líneas de otro. La vida, para ella, es escritura. Y su escritura es el reflejo inmediato y natural de su vida, donde el mundo dominante son las palabras.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO
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