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Antonio López Hidalgo | La vida que nos queda

Hay un mundo que no conocemos y que crece de manera arbitraria en nuestro interior, un mundo ajeno a nuestras vidas, que siendo el de antes también es otro distinto. Cuesta entender la razón de esta metamorfosis y sus múltiples mutaciones en una lucha irrefutable contra el tiempo. Tanto es así que apenas percibimos determinados cambios cuando ya han modificado su naturaleza y sus ángulos. En este mundo por venir todo es igual que antes, aunque al revés. Todo es lo mismo sin serlo ya. Y todo lo que no es tampoco sabemos a ciencia cierta si un día lo fue.



Los perros ya no serán animales de compañía, sino agentes contratados por los servicios de información del Estado y por algunas multinacionales, y estarán adiestrados para utilizarlos en la detección del coronavirus entre la población. Serán espías chivatos que adivinarán no solo nuestras enfermedades, sino también nuestros sueños y nuestros días vacíos.

Los árboles no crecerán verticalmente. Más bien vivirán buscando sus propias raíces y se hundirán en la tierra persiguiendo el corazón del planeta. Y el paisaje será un espacio muerto que, visto desde el cielo con ojos de águila, se asemejará a un enorme bosque poblado de cráteres microscópicos donde antes los árboles teñían de verde el horizonte. Y los días almacenarán las horas por si los siglos fenecieran. Y el cielo se tornará de uno y otro color, según el ánimo del que nosotros mismos dispongamos.

Se sabe ya que otros mamíferos se vestirán se plumas y que las gallinas, aún sin alcanzar el vuelo, se agruparán en manadas como pollos despeluchados y las veremos correr por miles o millones en los campos abandonados por temor, no a la olla, sino a una vida eterna sin bendición alguna.

Los peces alcanzarán el cielo y, ya extraviados en un paraíso que nunca fue suyo, sucumbirán en una caída abismal que, en sus dimensiones millonarias de animales que se precipitan desde el infinito, tornará el día gris, como si una lluvia de muerte se desprendiera de las nubes y se nos pegara a la piel en su caída inmisericorde. Y la noche dejará de ser el paisaje más conmovedor cuando proyectas en él tus sueños.

Un día saldrás a la calle y nadie te reconocerá porque, después de tres meses confinado en casa, tu piel será de color gris picón o vainilla, y las uñas te habrán crecido sin función alguna, como apéndices inútiles que esconderás en los bolsillos sin poder desprenderte de ellas. Y te pedirán el DNI para entrar al bar de siempre.

Reconocerás a la camarera, una muchacha de una belleza impoluta. Ella no te reconocerá a ti. En este sentido, la vida seguirá igual. Pedirás una cerveza helada de una marca que dejó de existir a saber hace ya cuánto tiempo. Pero su sonrisa, el mejor regalo del día, te hará entender que cualquier marca vale. Habrá tanta distancia entre nosotros que nos comunicaremos por gestos, y en la mirada hallaremos el enigma de la confabulación. Para entonces, la mentira no será posible, porque los ojos nunca engañan.

Hablaremos de los besos como si fueran un fósil extraviado en la memoria. Y de los abrazos como una estrategia bélica en un mundo sin guerras. Inaugurarán museos sobre nuestro pasado que no seremos capaces de reconocer. Y en algunos libros leeremos versos indescifrables.

Y recordaremos una frase que Margaret Atwood, la autora de El cuento de la criada, escribió en estos días: “Es el mejor de los tiempos, es el peor de los tiempos. El modo en que vivas este periodo dependerá, en parte, de ti. Si estás leyendo esto es que estás vivo, supongo yo. Y si no lo estás, mi sorpresa va a ser mayúscula”. Te quedarás babeando, sin entender nada. Porque está manufacturado para que existas sin entender apenas qué te está pasando.

El interior de los edificios te lo habrán cambiado. Serán espacios asépticos y distantes. Las paredes cubiertas con cartelitos y pegatinas que ofrecen órdenes, consejos, horarios, multas. Pese a la magnitud del drama que inventas en tu cerebro, la vida será bella. No habrá lugar a la duda, pues la estética será solo una, que compartiremos como iguales.

Estaremos localizados con pulseras electrónicas, nos dirán quiénes somos –si lo olvidamos– a través de sistemas avanzados de reconocimiento facial. El gran debate tecnológico de nuestra era entre la libertad y la seguridad ya lo fue. Y venció la segunda. Es decir, ya nada nos puede ocurrir. Elegiremos los sueños como antes pedíamos el plato más sabroso en cualquier restaurante. Da lo mismo uno u otro. Todos sabrán igual. Una duda menos que resolver.

Seremos mansos, como bueyes castrados, dotados de una sonrisa impostada que nos gusta y que tendremos adherida al rostro como una máscara que necesitamos en lo más hondo para que nadie penetre en nuestra alma y modifique nuestras entrañas. Habrá un silencio útil, una uniformidad perfecta en todas las cosas que toquemos y un ánimo sereno que nos ayudará a poder vivir sin nada.

Un día despertaremos y sabremos, afortunadamente, que todo fue un sueño. Correremos escalera abajo buscando el bar de toda la vida y una muchacha de sonrisa ancha y salvaje nos servirá una cerveza helada. Ya nunca podremos olvidar su mirada y aquella vida que nunca será, se habrá deshecho como por ensalmo.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO
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