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Antonio López Hidalgo | Esperando un nuevo día

Hay un vaso vacío, algunas ventanas cerradas, luces apagadas, una fiesta clausurada, una vida fingida, años disueltos en una edad que no aparenta, una apatía vital ancha y enigmática como el mundo que le ha tocado en suerte vivir, esquinas rotas, ángulos sin perspectiva, palabras que no son de nadie. Ayer la calle, al amanecer, era un garaje anárquico, son de claxon, bullicio de voces, una torre de babel que se disuelve en plena vía pública, diarios que anuncian catástrofes fingidas y desagravios reales.



Todo un puzzle sin sentido, un cóctel desmesurado, que la mueve de un pasado que quiere olvidar a un futuro cóncavo, estéril, también gris. El color de la ceniza, se dice. El color que no es color, sin transición, escala en un aeropuerto que te transporta de un lugar que no conoces a ninguna parte, el alambre del funambulista –volatinero o alambrista, demasiados sustantivos para quien se mece o avanza en el vacío sin otro propósito que alcanzar el lado extremo de la cuerda– que se equivoca en el penúltimo paso.

No hay error. Nunca hay error. Solo que la hora no era la indicada, ni el augurio certero, ni la magia precisa, ni el objetivo claro. A veces, apenas un centímetro basta para perder el equilibrio, unos segundos de indecisión que rompen toda proclama, una advertencia que nadie oyó, un saludo a la persona equivocada.

Después, cuando vuelva a caer la noche con su manto de incertidumbre, esta mujer recogerá del entarimado una carta olvidada, anónima, con el discurso preciso y exacto que le demanda el corazón. Pero no sabrá a quién dirigirse, ni a quién meter en la cama esa noche, con qué palabras construir una oración que solo él entienda. Así divagando, se quedó dormida. Mañana, al amanecer, ni ella sabe qué nuevas traerá el día.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO

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