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Pablo Poó | Pero, ¿de qué tenéis miedo?

El principal problema al hablar de cualquier tema relacionado con la educación en España es que todo el mundo se da, no ya por aludido, sino por ofendido incluso. Esto me recuerda mucho a situaciones cotidianas en clase:

—El examen ha salido mal en general.

—¡Pero si yo he estudiado!



—No es posible que la mayoría de los días los deberes estén sin hacer.

—¡Pero si yo los hago!

Siempre se da por aludido alguien a quien no va dirigido el mensaje, mientras que los verdaderos destinatarios permanecen impertérritos, inmunes a cualquier clase de crítica y, lo que es peor, sin atisbos de intentar, siquiera, cambiar su actitud.

El lamentable estado del sistema educativo de nuestro país no es culpa exclusiva de los profesores: cada día me encuentro con que más familias se desentienden de la educación de sus hijos, relegándonos el rol de educadores. En la escuela hay que reforzar los comportamientos aprendidos en casa, no al revés.

Sufrimos unas leyes educativas que han sido tramadas sin contar con el profesorado en activo: pedagogos, asesores y políticos son los gurús que, sin haber tocado una tiza en su vida, se permiten el lujo de legislar sobre una materia en la que no tienen experiencia.

Tenemos, además, unos sindicatos lamentables: el que las oposiciones de acceso a la función docente sean tan injustas como lo son desde hace tanto tiempo no es sino un fracaso de los agentes sindicales, lo mismo que el aumento de horas lectivas semanales o la ratio de alumnos por clase. Para colmo, si eres interino, como es mi caso, no encuentras ningún sindicato con peso suficiente que defienda tus intereses: solo existen los funcionarios de carrera.

Los alumnos también tienen su parte de culpa, no son angelitos inocentes víctimas de un sistema en decadencia: viven muy bien acomodados a que se lo den todo hecho y gozando de derechos en número exponencialmente superior al de sus deberes (hay quien, incluso, aboga por suprimirlos). Y la inspección educativa, cómo no, también tiene su porción del pastel: se ha convertido en un monstruo devorador de burocracia. Papeles, papeles y papeles.

Hace poco, José Antonio Marina propuso que los profesores fuésemos evaluados por nuestra labor. Todo esto ha causado un gran revuelo en la comunidad educativa, que se ha lanzado en tromba contra esta idea. El señor Marina debería haber matizado mucho más su propuesta: ¿qué criterios serían los aplicados para dicha evaluación? ¿Quiénes la llevarían a cabo?... Vale. Pero yo me pregunto, ¿de qué tenemos miedo?

No tengo ningún temor a que sea evaluada mi labor porque considero que hago un buen trabajo. Marina habló de los “malos profesores”, que deberían cobrar menos, y todos saltamos a la yugular ofendidos porque nos estaban llamando malos profesionales. Yo en ningún momento me sentí aludido ni ofendido, porque sé que no soy un mal profesor. Y la inmensa mayoría de los indignados tampoco deberían estarlo, porque pongo la mano en el fuego por ellos y comprometo mi palabra en pos de su profesionalidad.

Pero hay otros que se enfadaron con razón: los malos profesores. ¿Hay malos profesores? Sí, claro que los hay. Seguramente habrás coincidido, si no como compañero, como alumno, con alguno de ellos.

Los profesores que trabajamos día a día en los institutos nos conocemos muy bien: sabemos quién trabaja y quién no. Sabemos quién colabora y quién no; sabemos quién se preocupa por los alumnos y quién no, no me fastidies. Y yo he conocido malos profesores. Y me ha dado mucha rabia que tuvieran una plaza fija mientras que yo, con mis dos oposiciones aprobadas, aún tuviera que ir sacrificando un año de mi vida sí y otro no por conseguir la plaza que esa persona deshonraba.

Claro que hay malos profesores, como hay malos médicos, malos bomberos, malos políticos y malos periodistas; pero no deberían cobrar menos, deberían no ocupar esa plaza y dejar paso a un buen profesional.

La calidad de un profesor no se mide por su número de aprobados, eso es un error mayúsculo que solo denota desconocimiento del sistema educativo, una enfermedad demasiado extendida en este país. Tampoco me puede evaluar un agente externo, debe ser alguien cuyo día a día se desarrolle entre las paredes de un centro educativo. Y no solo hemos de ser evaluados los profesores, aunque sea más fácil ponernos en el punto de mira.

Actualmente trabajo en un centro que tiene un magnífico plan de evaluación interna que es una excepción en los 13 institutos por los que he pasado desde 2009, cuando debería ser la norma. A lo largo de casi 10 páginas, y en distintos apartados, la directiva y los Departamentos de Innovación Educativa y Orientación... (sé lo que estás pensando. No tienes una buena directiva, ¿verdad? Ellos también son evaluados por el claustro. El jefe de Departamento de Innovación es amiguete también del director o no hace su labor, ¿verdad? También es evaluado. El orientador también, tranquilo). Como decía, a lo largo de unas 10 páginas se evalúa nuestra labor como profesores en múltiples apartados.

¿Da sus clases o pone a los alumnos a hacer deberes mientras se dedica a otras cosas? ¿Prepara las clases e intenta actualizarlas cada curso? ¿Plantea propuestas de mejora? ¿Cumple con ellas? ¿Entrega todos los años la misma programación didáctica solo cambiando la fecha o introduce pequeños cambios en función de lo vivido el curso anterior?

¿Entrega la documentación que se le pide? ¿Muestra respeto por sus compañeros? ¿Promueve la lectura y cualquier clase de hábito cultural? Una decena de páginas que la única variación al sí o no que admiten es el a veces. Desde dentro y con una amplia valoración global es la única manera objetiva de evaluar a un profesional docente.

La práctica totalidad de la plantilla de maestros y profesores de este país son excelentes profesionales. Te lo digo yo que me dedico a esto. Como en todos sitios, hay ovejas negras, pero son la excepción; por eso de nuevo me pregunto ¿de qué tenéis miedo?

PABLO POÓ
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