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Daniel Guerrero | Irse con dignidad

Por fin, España contará en breve, si el proyecto del nuevo Gobierno sale adelante (aunque el recién “elegido” líder del PP ya se ha posicionado en contra de la iniciativa), con una ley que permitirá la eutanasia, es decir, el derecho a decidir, sin que sea castigado penalmente (para ello deberá modificarse un artículo del Código Penal que califica de delito ayudar a otra persona a morir), poner fin a la vida cuando se sufren especiales padecimientos físicos y/o psíquicos insoportables que la medicina no puede evitar.



La deontología médica, la moral judeocristiana y la ideología conservadora tradicional impedían hasta ahora cualquier medida legislativa que considerara siquiera la interrupción de tratamientos paliativos que aceleraran la defunción de un enfermo terminal y en estado de vida suspendida, prácticamente agónico.

Este fue, precisamente, el argumento utilizado contra el anestesista Luis Montes, del Hospital Severo Ochoa de Leganés (Madrid), acusado en 2005 por el gobierno madrileño de Esperanza Aguirre de aplicar sedaciones que habrían causado la muerte de 73 pacientes terminales.

Ni que decir tiene que fue absuelto, años después, por la Justicia, aunque el daño a su reputación y a las instituciones ya estaba consumado. Blandiendo una excusa ética –y falsa–, los responsables de Sanidad de aquel gobierno conservador libraban una lucha por la privatización de los hospitales públicos, previo deterioro de su prestigio y de la confianza de los usuarios en sus profesionales.

Pero ni el político manipulador ni el médico que esgrime su código deontológico se ponen en la piel del enfermo terminal. No facilitar la muerte en determinados padecimientos terminales tiene un componente ideológico, perfectamente respetable en el ámbito personal mientras no se pretenda imponer a los demás. Más que al uso de la razón, la actitud renuente a la eutanasia obedece a una creencia religiosa que estima que la muerte ha de venir de la mano de Dios, al que se supone dador de la vida.

Nadie puede ser tan insensible ante un enfermo que, sin esperanzas de vida, soporta padecimientos terminales que le llevan preferir acelerar su muerte a tener que sufrir más. No se trata de un capricho ni de una moda, sino de reconocer la libertad de “irse” de este mundo a quien se trajo sin consultarle (que somos todos) y está condenado a padecer penalidades, dolores y limitaciones que le impiden transitar la etapa final de su vida sin sufrimientos insoportables.

Y ello es tanto más evidente cuanto más se conoce de esta situación, detrás de la cual existen personas, no seres anónimos, que permanecen encamadas con la piel ulcerada por la inmovilidad, soportando tubos y catéteres que penetran casi todos los orificios orgánicos, que sólo respiran gracias a la asistencia de una máquina, reciben sueros y antibióticos para nutrir un cuerpo consumido y evitar infecciones, con progresivos daños que se extienden por todo su organismo y que están a la espera del fallo de un órgano vital que apague su vida.

A la mayoría de estos pacientes se le induce un estado de coma y sedación para que soporten los dolores y padecimientos a que están condenados, o porque tienen daños cerebrales irreversibles. Sus males no pueden ser ya erradicados por la medicina, que se limita a mantener la vida vegetativa de un ser que, si fuera consciente de su situación y estado, comprendería estar atravesando el último capítulo de su vida y agradecería le ahorraran sufrimientos innecesarios. Desearía una muerte digna, no el ensañamiento terapéutico.

Con todo, condicionamientos legales y éticos limitarán el derecho a la eutanasia a casos extremos en que, tras informes médicos que lo corroboren, los pacientes en situación terminal no tengan ya esperanzas terapéuticas de reversión de su enfermedad y de supervivencia sin sufrimiento. Por ello, la ley que promueve el Gobierno sólo contempla que se podrá solicitar la eutanasia en sólo dos supuestos: por enfermedad grave e incurable y por discapacidad grave crónica.

En ambos casos, el paciente contará con hasta una segunda opinión médica y deberá pasar por las comisiones éticas de su comunidad autónoma. El largo y penoso proceso de deterioro al que se ven sometidas las personas que sufren estos padecimientos hace que decidan por sí mismas cuándo y cómo morir para evitar el encarnizamiento terapéutico que medicaliza su sufrimiento pero no lo elimina, sólo combate el dolor. La ley les reconocerá ese derecho a poner fin a su vida por decisión voluntaria y consciente.

Y es que la libertad del individuo es un bien superior al derecho que tiene el Estado de amparar la vida de todos, pero sin imponer el deber de vivir a alguien en contra de su propia voluntad. La ley de eutanasia no autoriza el suicidio libre de cualquiera, sino que posibilita que pacientes con enfermedades terminales y discapacidades crónicas puedan elegir, no entre vivir y morir, sino entre morir en medio del sufrimiento o morir en paz cuando ellos decidan.

Porque morir, además de lo físico o biológico, es también algo cultural, psicológico, religioso y social. Y para muchos de estos pacientes, atormentados por un dolor físico y mental, y atrapados en el sufrimiento de las incapacidades orgánicas, psíquicas, sociales y familiares, su muerte cultural y social ya se ha producido, sólo aguardan la muerte física, que se retarda por esa obstinación terapéutica de los facultativos y por el tabú con que se asume todavía la muerte por determinadas mentalidades y creencias.

Yo lo tengo claro: cuando me vea en tales situaciones, siendo carne de hospital, confío en haber expresado mi deseo de que no se alargue innecesariamente mi vida, y se me permita elegir cómo y cuándo exhalar mi último aliento o, si no he tenido tiempo de cumplimentar la burocracia, se reconozca a mi familia –conocedora de mi voluntad– decidir ese trance. Si al final todos vamos a morir inexorablemente, hagámoslo al menos con dignidad y elegancia.

DANIEL GUERRERO